SF1975

Mi amor por el futbol y en especial por la pasión más grande surgida de ese deporte, el GRAN INDEPENDIENTE SANTA FE, EL SANTAFECITO LINDO, EL EXPRESO ROJO, LOS CARDENALES, LA FUERZA DE UN PUEBLO o simplemente el LEÓN.

La más bella de las denominaciones con que a través de las épocas se ha identificado éste hermoso sentimiento, se remonta en la penumbra de mis recuerdos, a dos acontecimientos aislados, que al conjugarse siendo un niño marcaron mi vínculo visceral con nuestra amada divisa y en general  con el futbol, que alguien anónimo con gran acierto definió: “como la única cosa no importante de la vida, que merece tener verdadera importancia”.

Corría ya el muy lejano 1970, y un pequeño niño de la época, con escasos 10 años, miraba por tv en  blanco y negro, como el planeta quedaba  deslumbrado  con las genialidades ya míticas del insuperable Scratch brasileño de Pelé, Jairzinho, Tostao,  Rivelino, Gerson y Carlos Alberto, que inundó de fantasía las canchas aztecas en el Mundial del 70, como hasta ahora nadie ha podido emular. 

Pero créanlo o no amables lectores, yo en aquel momento, de forma hasta hoy inexplicable, hacía fuerza  y sufría en solitario no por la Auriverde,  sino por la “garra uruguaya” de Cubilla, Mujica,  Ancheta, Maneiro Y Espárrago, que tenía en el arco al inolvidable Ladislao Mazurkiewicz, mi primer héroe real de carne y hueso.

Poco después conocí el templo sagrado del Nemesio Camacho, el hoy histórico CAMPÍN, de la mano de mi amado padre y de mi entrañable abuelo materno, en un clásico nocturno, que para ser sincero no recuerdo hoy por nada distinto, al monumental sobrecupo que había, normal en los “derbys” capitalinos de la época, que colapsó por completo los accesos e impidió  cualquier posibilidad de dirigirse a los baños en el entretiempo. 

Dicho insuceso, obligó a mi viejo, a utilizar una de mis más valiosas posesiones de la infancia, un enorme casco de guerra copia del usado por los Marines Corps en la Segunda Guerra Mundial, como improvisada “vasenilla”, para una interminable y más que aliviadora micción infantil. De ahí en adelante, la esencia mágica del estadio, ante la cual millones de iniciados claudican cada fecha en todos los rincones del mundo, se hizo domingo  tras domingo constante, pero ahora de la mano de mis tíos maternos, todos  ellos, por algún mal endémico que habrían de  tener los pobres, fervientes seguidores de la divisa azul capitalina, nuestro eterno rival.

Pero en el primer clásico bogotano que sí recuerdo, en medio de  mayorías azules que fungían de local, y por supuesto de mis tíos, el once rojiblanco desde el mismo momento que saltó a la cancha, traspasó mi alma y se instaló en ella para siempre. Quizá en sus inicios por un acto de típica rebeldía infantil, quizá porque desde entonces percibía que el rojo no destiñe o quizá porque los verdaderos amores son por esencia inexplicables.

De inmediato  al mediar el juego, llegó a  mi mente la epopeya entonces reciente de la “garra charrúa”, que sucumbiría como atrás lo mencioné en el primer Mundial de México, ante la imponente maquinaria comandada por O´Rey Pelé, cuya gigantesca “torcida” a lo largo y ancho del orbe, estaba para entonces plagada de temores atávicos al enfrentar en semifinales a  la “celeste”, por los estragos aún vigentes del inolvidable “Maracanazo” , acaecido 20 años atrás. 

Volvamos al Santa Fe de ese primer clásico en los albores de los 70, el “expreso” era Uruguay vestido de rojo y blanco, pero dotado ya no sólo de su inmensa garra,  sino también de poesía futbolera inenarrable. Ovejero era Mazurkiewicz; el maestrico Cañón era Cubilla; Sekularac dejaba en evidencia ahora las limitaciones charrúas de Montero Castillo; y Víctor Campaz, el gran Víctor Campaz,  era todos los delanteros uruguayos juntos y hasta más.

Cómo no enamorarse de lo épico, pero ahora ya ligado a lo sublime. Era juntar la garra con la magia; y esa tarde, al abandonar el templo de la mano de mis tíos azules, luego de un sonado triunfo cardenal casi humillante en sus formas, supe que mi corazón sería rojiblanco hasta mi último estertor y aún más allá, mi alma seguiría hinchando por el “león”, donde quiera que el Todopoderoso me tuviese reservado un lugar.

Mi fe, mi Santa Fe,  se renovó prontamente en el 75, con una nueva estrella y con el nuevo ídolo de adolescencia: el ya desaparecido Ernestico Díaz. Y de allí en adelante hasta este inolvidable domingo 15 de julio de 2012, pasaron y pasaron otros ídolos: Carpene, Gotardi, Rincón, el “tren” Valencia, Preciado, Julio, Seijas  y muchos otros que enaltecieron el escudo, pero a la final de cada torneo, todo era dolor, todo era adversidad, toda era confusión, toda era frustración, con pequeños bálsamos a las incontables heridas, que no aliviaban de todo el alma.  

36 años, 6 meses y 24 días de espera, que sólo aumentaron la fe, que igual que Ulises en la Odisea tras su frustrado reencuentro con Penélope, acrecentaron su amor más allá de límites imaginables.

El niño de antaño, que explora hoy con este inolvidable campeonato el baúl de sus recuerdo dispersos, tiene ya 52 años, pero su espíritu sigue siendo rebelde, su emoción cada vez que el “expreso rojo” salta a la cancha se mantiene incólume, el corazón palpita como en aquel lejano clásico de los 70, sus ojos se humedecen cada vez que contempla el  apoyo incondicional de la irrepetible hinchada del “león”, en especial de la ya legendaria Guardia Albi-Roja, estandarte de lucha contra todo aquel que pretende enlodar impunemente este amor. 

Y así, el orgullo santafereño permanece en pie y lo que es mejor, la sangre rojiblanca ha dado ya sus frutos: mi amada esposa y mis dos gallardos hijos, todos ellos, nobles portadores y continuadores de esta pasión sin límites, que entiende que la adversidad sólo templa el alma, que no hay honor en conseguir los triunfos sin lealtad, que nada es cuestión de cantidad sino de clase,  y por sobretodo que de Independiente Santa Fe se nace y no se hace. 

En resumen, que el verdadero amor no tiene espacio y mucho menos tiempo…por eso INFINITAS GRACIAS MUCHACHOS. Valió cada segundo de espera por el sólo hecho de volver a gritar ¡SANTA FE CAMPEON!. Primer y último CAMPEÓN. Alfa y Omega del fútbol colombiano!.

¡Vamos vamos “león”… contigo hasta el fin del fin!

Por: Ciro Augusto Gómez Antolínez