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Tal y como lo dice el anuncio de Néctar en la prensa; la espera solo nos hizo más fuertes. Somos campeones otra vez, gloriosos desde el 48 y de los pocos en el país, cuya fe creció a punta de sacrificios.

Aún cuesta asimilar lo que pasó el domingo, han sido tantos días de espera, angustia y anhelo, que la séptima estrella parece un espejismo. Muchas cosas tuvieron que acontecer antes de escuchar a Omar Pérez, sentenciar: “Se acabó el sufrimiento”.

Para qué ahondar en los 36 años y punta, de cábalas y ruegos. Hablemos de la última semana, de la final que disputamos a 725 kilómetros de Bogotá, a donde llegaron los que pudieron sortear el oportunismo de las aerolíneas o la travesía terrestre por la Cordillera de los Andes.

De la odisea de adquirir una entrada a nuestra final en El Nemesio, donde los revendedores hicieron su ‘agosto’ y dejaron por fuera a hinchas de cuna, que al no poder abonarse intentaron acompañar en el momento crucial.

De la marea roja que se tomó la capital, coreando victoriosa: “El equipo de Wilson tiene corazón, se merece, se merece, se merece ser campeón”; donde no hizo falta el licor, para embriagarse de felicidad y se celebró con mesura a rabiar.

La espera solo nos hizo más fuertes, nos llevó a soñar en voz baja y lidiar con los nervios; a hacer cuentas, sumar y dividir para llegar a Pasto; a permanecer en la fila más larga de nuestra vida, a contener el aliento por cerca de 20 minutos, en el cierre del partido de nuestra vida, a festejar sin disturbios.

Los que nos ven por tv, jamás se imaginarán lo que es creer en la gloria de un onceno sin verlo colmado de títulos, “algunas veces, hasta creer llorando”. Somos tan fuertes, que cumplimos la misión de custodiar la pasión de nuestros ‘viejos’, sin desfallecer en el intento.

La espera solo nos hizo más fuertes, nos convirtió en una familia legendaria que sabe que los títulos se ganan, no se compran.

Por: Melissa Avendaño